Hace tiempo que el cine argentino no genera un cimbronazo como el que ocurrió en el pasado Bafici con Gatillero. Un impacto que recordó el de las primeras apariciones del Nuevo Cine Argentino en los ’90, aunque en una escala menor, pero también esa sed de género que parece arreciar en los tiempos de crisis de nuestra industria. La película de Cris Tapia Marchiori, un veterano en el cine de acción y efectos especiales, asiduo doble de riesgo y director de segunda unidad, asume la robustez de una gran producción para pisar fuerte en una tradición esquiva para el cine independiente como lo es el policial, sumado al desafío de un rodaje en plano secuencia, sin grúas ni poleas de desplazamiento, solo echando mano a la inventiva y el ingenio. La sorpresa no es solo el resultado, una película ambientada en la Isla Maciel, en sus calles y esquinas, las tensiones entre narcos y vecinos, la historia de regreso y redención de El Galgo: la sorpresa es también porque el cine argentino explora desde sus márgenes esas historias propias con aplomo y autoridad, con la firme convicción de su triunfo.
“Esta película es el resultado de quien soy, de dónde vengo, y de las historias que quería contar para honrar ese pasado”, cuenta Tapia Marchiori. “El germen de la película surgió del desafío que implicaba la forma: filmar una historia de acción sin montaje. Son los cortes, los cambios de encuadre y ángulo de la cámara los que brindan variedad y vértigo a la planificación de la acción, ofreciendo el ritmo de las persecuciones, los enfrentamientos, las escenas de tiros y peleas. ¿Qué ocurriría si ese montaje no estaba? ¿Cómo generar el vértigo con una sola cámara que se desplaza siguiendo a un solo personaje? Las respuestas a esas preguntas están en Gatillero”. La mística del plano secuencia es algo que el director asume casi a contrapelo de un momento en el que el fenómeno de la serie británica Adolescencia está todavía entre lo más visto de Netflix. Una serie hecha con un abultado presupuesto que combina la actualidad del tema y los desafíos del dispositivo. ¿Cómo hacer eso en una película de bajísimo presupuesto y que además exige un despliegue permanente de la acción?
“La idea era que la pirueta del plano secuencia no se coma a la película”, continúa el director de La noche más fría, una ópera prima estrenada en 2017 y protagonizada por Juan Palomino. “Lo importante era la carnadura de la acción y de los personajes. Utilizamos una cámara liviana y manuable, con pocos cables u otras ataduras que me restringieran el desplazamiento. Fue un desafío trabajar de esta manera, hay cosas que son incontrolables, sobre todo porque trabajamos con recorridos de alrededor de siete kilómetros, donde hay autos, personas, disparos, peleas”. Tapia Marchiori confiesa que, si hubiese sido el productor, no lo hubiese aprobado. Y agrega que, en algunos momentos, su productor Pablo Udenio fue clave para darle confianza. “Esta película tenía dos opciones, o convertirse en esta producción austera e independiente, con todos los riesgos que conlleva, o elegir ser un monstruo como es Adolescencia, donde todo es carísimo, y todo se resuelve con dinero. En lugar de usar grúas, roldanas y sogas para subirme a mí y al otro operador de cámara a los tapiales, lo resolvimos con escaleras, trepando directamente y pasando la cámara a quien estaba sobre el techo, para bajar detrás del personaje y capturarlo nuevamente en el seguimiento de su fuga. Yo no quería hacer una película costosa, quería utilizar el ingenio para resolver los dilemas con ideas sencillas”, concluye.
Los artífices de Gatillero, única película argentina presentada en la Competencia Internacional del pasado Bafici, luego de un breve recorrido internacional por Estados Unidos, España y Brasil, fueron varios. Además de Udenio, productor de la compañía independiente local Dukkah, hay que agregar a la productora ejecutiva Mariana Flores, la co-guionista Clara Ambrosoni, y por supuesto la convicción de Tapia Marchiori de filmar en sus propios términos. “Uno de los comentarios recurrentes en las funciones del Bafici tenía que ver con la factura de la película, su calidad de producción a sabiendas de que era una apuesta de bajo presupuesto. Pero justamente esa era la idea, y lo hablé con Udenio y la gente de Dukka, con quienes hemos hecho películas con mayor dinero. En esta ocasión, el presupuesto acotado me permitía tener mayor libertad de decisión, y en tanto la propuesta era arriesgada decidí que lo que invirtiéramos fuera lo menos posible en caso de perder. Se trataba de jugar la mejor mano posible con las cartas que habíamos elegido”.
LA MANO EN LA TRAMPA
La tradición del cine criminal en la Argentina tiene una álgida efervescencia en los tardíos ’90 con la aparición de las narrativas del conurbano, los mundos periféricos de las grandes ciudades, y las historias de crimen y redención. Bruno Stagnaro, Pablo Trapero, Israel Adrián Caetano son claros referentes para la obra de Cris Tapia Marchiori, pero detrás de esos retratos que captaron los tiempos de crisis previos al estallido del 2001, aparecían las tensiones sociales alimentadas por el desempleo y la pobreza, al mismo tiempo que el anhelo de salida del crimen y la utopía de encontrar un camino posible ante el destino de fatalidad. Así como el cine argentino de Carlos Hugo Christensen o el primer Tinayre recogió los efluvios del film noir, el cine de los 90 exploró esa rusticidad del realismo de posguerra en una vertiente que combinaba el naturalismo de ambientes y personajes, con la estilización del género, un imaginario cinematográfico ya aprendido. Algo de ello resurge en Gatillero y es lo que le da su impronta vital y legendaria al mismo tiempo.
La historia es la de Pablo ‘El Galgo’ Correa (Sergio Podeley), un ex sicario que acaba de salir de la cárcel y vuelve al barrio. Sus pasos temblorosos por los residuos del alcohol lo conducen a un asalto a un quiosco, a la escapada por las callecitas portuarias, la paliza de una patrulla policial corrompida por los negocios sucios, y al reencuentro con los viejos amos del barrio, la banda de “La Madrina” (Julieta Díaz). El Galgo trabaja solo y su deuda emocional con el barrio es también con aquella crianza en el merendero de Nilda (Susana Varela), las amistades de los bajos fondos, y la mística de esa Madrina que deambula en las sombras como una pérfida santa sin altar. Está dispuesto para un último trabajo, obtener un dinero que le dé salida de ese tiempo de mala fortuna, que le permita volver a ver a su madre y su hija Wanda en Santa Fe. La ilusión de una nueva vida.
“Tenía ganas de hablar de segundas oportunidades, de redención, del conflicto narco versus vecinos”, detalla el director, siguiendo la estela de los personajes marcados de toda esa tradición fatal del cine negro. En Altas sierras de Raoul Walsh, en los albores de los 40, un criminal con el rostro de Humphrey Bogart sale de la cárcel para saldar las cuentas con su pasado y con esos fantasmas que todavía lo persiguen. También la banda de ladrones de Mientras la ciudad duerme, dirigida por John Huston casi una década después, anhela una segunda oportunidad que no llega. El Galgo también carga su sino: su adicción, aquellas lealtades puestas en entredicho por la traición, un barrio que todavía siente propio, aunque el reinado de la Madrina lo haya colonizado. Su recorrido por las calles desiertas, entre las sombras de una noche eterna, recuerda el de otros criminales, el de otros hombres sin perdón.
PINTA TU ALDEA
“Nuestras vidas se definen por las segundas oportunidades, incluso aquellas que perdemos”, escribió Fitzgerald en El curioso caso de Benjamin Button. Y la segunda oportunidad de El Galgo será la decisiva en esta historia, y en ese barrio que lo ha criado y hoy lo ignora en el silencio de la noche. Nadie espera nada de él, solo convertirlo en el perfecto peón del engaño, la mano en la trampa que cumple con una vieja anunciación. Pero en el Dock Sud, El Galgo encuentra los trazos de su historia, los recuerdos de su pasado. Y el propio Tapia Marchiori elige los paisajes de Isla Maciel para confeccionar su microcosmos, ajustado a la perspectiva de su personaje. Un lugar que es más que una locación, que es el paisaje de un relato criminal que es también un western urbano, el regreso del pistolero solitario, el armado del duelo final al amanecer.
“El proceso exigió que luego de la escritura del guion fuéramos al barrio durante dos meses, descubriendo los espacios para filmar, para después trabajar el nuevo guion ajustado para los ensayos con los actores. Cuando regresamos al barrio con las coreografías de rodaje ya pensadas, les mostré a los actores cómo debía funcionar todo. Lo mismo hice con el equipo técnico que debía seguir al personaje en todo su recorrido, entrando y saliendo de un auto, corriendo por las calles o los pasillos entre las casas, saliendo del baúl, o entrando en una de las viviendas. Era imprescindible la coordinación de todos, el movimiento de Sergio, de la cámara, de las luces y el sonido. Como los sets son todos de 360° había que correr objetos, esconder autos, dar lugar a que el equipo de apoyo se suba al auto y luego se baje. Existía una coreografía delante de cámara y otra detrás de cámara”, detalla Tapia Marchiori.
El trabajo de Sergio Podeley constituye la clave de la película, un personaje escrito para él, para su destreza corporal, su rostro demudado ante el horror, una mueca que mezcla la congoja y la revancha. “El trabajo con Sergio se apoyó en la amistad que compartimos desde hace mucho tiempo, y también en una cinefilia conjunta: Tarantino, Robert Rodríguez, Nolan. Gracias al conocimiento que tengo de él, de sus habilidades y destrezas, pude modelar el personaje de El Galgo”. A diferencia de otras películas que optan por el plano secuencia orgánico, como El arca rusa (2002), Birdman (2014), o la alemana Victoria (2015) de Sebastián Schipper con Laia Costa, Gatillero prioriza la acción por sobre el registro del entorno –evidente en la obra de Aleksadr Sokurov– o los juegos del dispositivo –las veleidades posmodernas del mexicano Alejandro González Iñárritu–, y consigue aún con un universo propio del género, de sus arquetipos, de sus imaginarios a menudo fosilizados, imprimir un vértigo único, palpable, concentrado en la emoción.
GESTA DE ARTESANOS
Una de las pocas reseñas internacionales que circulan a propósito de la presentación de Gatillero en Estados Unidos, elige una unión casi prohibida de nombres. “Imaginen, por favor, El arca rusa como si la hubiera dirigido Guy Ritchie, y tendrán una idea de la cautivadora experiencia que supone el torrente de sangre, balas y venganza sin edición que representa Gatillero de Cristian Tapia Marchiori” publica el sitio Film Threat. Esa blasfema combinación une dos universos casi irreconciliables, como son el cine del director ruso, ejemplo de una mirada autoral en sintonía con la asunción de una tradición histórica y artística, y los petardos visuales de Ritchie, cultor de una forma fragmentaria que se luce mejor con guiones ajenos que con elucubraciones propias. Tapia Marchiori consigue empujar su nombre a ese espacio inexistente en el último tiempo, el que imagina un cine popular sin los vicios del mainstream de plataformas, un cine personal sin las tentaciones vidriosas del cine hecho para festivales.
Habrá que esperar el dictamen del tiempo y la historia para encontrar un lugar para Gatillero. Cris Tapia Marchiori agradece a sus productores, al trabajo exhaustivo de los actores que confiaron en su método, en la incertidumbre de ese rodaje de múltiples coreografías, delante y detrás de cámara. Se despide celebrando a su amigo y actor Sergio Podeley, quien da vida y cuerpo al Galgo, a su destino de personaje eterno. Y también pensando en el cine que asoma en Gatillero, en esa gesta ardua y divertida, aquella que necesita de esos artesanos que la preceden. “Lo que aporta el cine fuera de la industria es asumir ciertos riesgos que con otro nivel de producción es más difícil. Gatillero no es un experimento entre amigos para divertirse sino una película profesional, realizada en condiciones de independencia, pero con estándares que pueden aplicarse a la industria. No es una película que responde al algoritmo, a los requerimientos de plataformas, de lo consumido en la dispersión de los hogares. Es una película que exige la sala, la experiencia inmersiva, la esencia del cine”.
2025-06-15T03:19:02Z