VIVIR EN MOVIMIENTO

El año pasado mi amiga Gisela, que vive un poco en Miami y otro poco en Madrid, la creadora de Danzar & Conectar, bailarina desde que era una nena, desembarcó por unas semanas en Buenos Aires y empezó a convocar por las redes a mujeres que quisieran bailar.

Yo vi su invitación.

Me moría de ganas de ir. Pasé buena parte de mi infancia en estudios de danza, aprendiendo el demiplié, el retiré y el relevé, con las zapatillas de media punta para formar parte con mucha ilusión del “coro” de El lago de los cisnes y El cascanueces en las muestras de fin de año. Con el maillot, brillos y cintas de seda.

En la adolescencia, fui a las clases mucho más libres, casi sin normas, aunque sí con consignas, de expresión corporal. Las llevaba adelante Patricia Stokoe, en Belgrano, donde fui mucho más feliz que con el clásico, porque no importaban tanto los resultados, se le ponía mucho más énfasis al proceso de soltar y dejarse llevar.

Mi última experiencia danzada, ya adulta, había ocurrido en Río Abierto, donde era una belleza moverse con María Adela Palcos, su fundadora, en el edificio azul de Palermo, a metros del bar Varela Varelita. O en Mendoza, adonde viajamos a bailar entre las montañas y agradecerle la vida al Aconcagua, muy cerca de la nieve.

Bailar siempre da felicidad. Pero no acudí a aquella primera convocatoria de Gisela, aunque tenía muchas ganas de abrazarla y de moverme, porque los kilos “demás” me avergonzaban, más allá de que cada semana escribo esta columna contra la gordofobia. Así de contradictoria soy. No por nada arrastro un desorden alimentario al que en ALUBA, donde hice hospital de día hace muchos años, me diagnosticaron como bulímica, hambre de buey. Intento deconstruirme, pero aquella educación emocional de la infancia a favor de los cuerpos flacos y en contra de los excesos sigue pesando. ¿A quién no?

Este año, por suerte, las cosas cambiaron. El slogan de Danzar & conectar, “Todas podemos bailar”, ganó la pulseada y asistí a las clases de Gise donde un rato de movimiento se convirtió en alegría para toda la semana. Aun me late esa energía y ya pasó un tiempo. Esas sesiones fueron con músicas de aquí y de allá, percusión en vivo, coreografías al instante, descalzas o con tacos, todas las edades, todos los cuerpos, todos los colores. Rondas, risas y sonrisas y al final, coronándolo todo, un poema de Residente y un contrabajo de fondo que fue el deleite de todas las chicas.   

Nada se detiene, ni la firmeza de una piedra gigante se detiene, porque en el mundo en el que vive, se mueve alrededor de ella y si el mundo se mueve, todos nos movemos. Por eso hay que morir, para que otros nazcan, para que nada se detenga, para que todo siempre empiece. (René Perez Joglar).

Tomar conciencia de qué es lo que una aloja y qué expulsa de sí misma, mirar qué se acepta o se niega es muy aliviador y nos acerca amorosamente a nuestres congéneres. Qué rechazo de mí, qué voces me persiguen cuando algún aspecto mío se siente acosado, cómo puedo tener una convivencia pacífica con esos aspectos repudiados por la cruel dictadura social sobre los cuerpos y de la afectividad. ¿Qué ilusiones compré sobre la existencia de paraísos en la Tierra?

Es lo que ocurre en Paraguay, de Paula Grinszpan y Lucía Maciel, que vi el fin de semana pasado, en el Teatro Astros. Los personajes dejan su paisaje natal para ir en busca de un territorio dorado, iluminado por la esperanza, que… no existe.

“Una obra única, absolutamente personal y magnética”, dijo Claudio Tolcachir. “El nuevo teatro argentino en una síntesis de tradición e innovación”, observó Jorge Dubatti. Se trata de una pieza musical kitsch y trash, protagonizada por el maravilloso y versátil Mariano Saborido (qué actor enorme), al que vimos en Lo que el río hace, de las hermanas Marull.

Paraguay está atravesada por la melodía del sueño americano, donde dos chicas (Manuela Martínez, Olivia Daiez) emprenden un viaje hacia lo que suponen, mal, que es la libertad. El territorio del Norte, los Estados Unidos de América. Tendrán que atravesar desafíos mágicos para poder llegar a una Tierra que les vendieron como Prometida, mientras Migue Canevari nos deleita con los acordes de sonidos guaraníticos de la guitarra que hace sonar la música compuesta por Román Martino.

También hay música en La Falcón, el musical que dirige Cintia Miraglia en El extranjero. La Falcón es Ada Falcón, una mezzosoprano de comienzos del siglo veinte, que se hizo mito porque se enclaustró en un convento de Salsipuedes, Córdoba, en pleno apogeo de su carrera como cancionista de tangos.

La emperatriz del tango es María Colloca y Carlos Ledrag encarna a Francisco Canaro, dueños ambos de voces maravillosas y personajes protagónicos de una relación tormentosa. El tango fue siempre un territorio de machos, Canaro una figura popular, de gran poder monetario, y quien ayudó a Ada a proyectarse masivamente.

Pero las convenciones patriarcales a las que se aferró Canaro no permitieron que su relación sentimental se desarrolle y prolongue en el tiempo y la frustración de Ada la llevó a renunciar a todo. Las normas sociales pesaron más para él, quien nunca se separó de su esposa y la cantante optó, frustrada y triste, por retirarse de la escena pública.

Aunque las condiciones cambiaron, las mujeres del tango siguen siendo minoría respecto de los hombres, con menos peso en las decisiones de los conjuntos musicales y en la relación con las compañías. Siguen teniendo más dificultades que ellos para labrarse un destino artístico y trascender.

LH/MF

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